viernes, 19 de marzo de 2010

Cinco días fuera de casa. II



En el camino encuentro a la buganvilla.

Frondosa, frondosa. Brotan sus flores rojas o moradas. Trepa hasta mi balcón, que son mis días oscuros.

Cuando me encuentro con una, le busco una espina. Las tienen ocultas entre sus hojas. Me gusta robarlas y quedarme con alguna grande y fuerte. Arranco alguna y la guardo en el bolsillo de los recuerdos que olvidaré. Acabaré pinchándome cuando haga frío.

Observo su enredadera. Su grueso tronco se agarra a las barandillas como novias impacientes en días de fiesta. Coloca sus ramas más resistentes como los brazos de un titán contra la pared. Empujan, derriban, sin miedo por su certeza de la inexistencia de leñadores vengadores. Tratan de arrancar una confesión de un crimen a las piedras y así colgar sus hojas rígidas contra la luz del sol del mediodía como penitencia.

Lo cierto es que, a veces, las buganvillas arraigan dentro de mi. A veces. Allí me florecen blancas, amarillas o rosadas. Asaltan las cristaleras que me invento y me hacen olvidar. Cuando me incomodan, tomo un hacha y las talo cerca de la base. Me quedan, entonces, unas raices secas enterradas profundas. Y algunas flores secas que transparentes han perdido su color. Y mi colección de espinas.