Me apiado de mi.
Lo miro y no me ve.
No le importa lo que le ofrezco,
ni mis palabras.
Es allí donde nada sirve,
nada de lo que poseo,
ni lo que soy,
ni lo que me creí ser,
ni aún lo que de él deseo
reflejarme.

Lo que me ignora,
me ignora.
Subir la vista,
ni me ve,
ni me siente,
ni me padece.
Ajeno, él ignorante de mi
del aire que respiro,
a lo que me reduzco,
y a mi final.
Inane, yo a todo lo fuego.
revocado mi miedo,
dando vueltas a su alrededor
y a mi final.
Él tan a otro,
sin saberse, quizás
de si o de sus propios días
sobre nosotros.
A la ceniza me abandono,
a sus restos, a su rastro,
al rostro que dibujaré
sobre todas las cosas,
con las yemas de los dedos
sobre el cielo y mi certidumbre.
Caiga sobre mi y caigo.

A todo lo ajeno, a nada queda.
Al aún, a lo que aún no sé.
A lo que quede lo que queda.
El derribo definitivo de su sangre
sobre si mismo.
Me pregunto
sobre el dolor que a si mismo se ocasiona.
Y allí me alejo de cuanto creí ser,
aún de lo que soy (aún cuando ni lo sepa).
Quizás el sol, de su ser como estrella,
de él se conmueva
y de él me ignore.