lunes, 2 de febrero de 2009

Caracoles

Están en las hendiduras, los caracoles como los poemas.



Suelo presumir de criar chuchangas y caracoles. Miento, claro. Se crían solas y aparecen en mi casa por su cuenta y riesgo.


Suelo observarlas con paciencia. Las hay de todos los tamaños, colores y formas. Exagero, claro. Por aquí, el tamaño grande no supera los tres centímetros de concha, los colores son marrones o grises y las formas redondeadas o tubulares.


Se meten por cualquier sitio. Se reúnen en los resquicios en las humedades y en las sombras. En los huecos que dejas por insignificantes. Tubos, grietas, huecos. Están ahí fuera. Levantas una piedra, un tablón o un papel el suelo, abres una cancela o la puerta del cuartito de afuera y allí están. Deja a la intemperie una plancha de metálica, una bolsa plástica, alguna baldosa abandonada, una maceta por usar o unos troncos de una poda y espera. Verás dentro de una semana.


Suelo mirar sus espirales. Circulares, aritméticas, geométricas o trigonométricas. Las hay que saben de logaritmos. Suelo mirar sus crías y sus juntas de vecinos. Suelo seguir sus babas sobre muros, caminos, paredes y suelos, cuando el sol hace brillar sus rastros. Dibujan. Les va la vida en ello. Son más rápidas de lo que parecen y más lentas de lo que ellas quisieran. Comen con empeño, sin tino y sin respetar hoja, flor o fruto. Viven al día. Buscan pareja obsesivamente e impúdicamente. Se juntan, se solazan, se restriegan en cuanto se encuentran. Ya ven, la fortuna de ser hermafrodita.


Suelo tener paciencia con ellas. No uso babosin en mi huerta. Y me dedico a darles cerveza hasta morir. Me engaño, claro. Ellas son las pacientes. Aún sin mis escrúpulos ecológicos, volverán a venir a comerse mis hortalizas o mis flores.


Aprendí de chico a tocar levemente sus antenas para que se retrayeran. Las buscaba y las arrancaba de su sellada estivación. Les organizaba marchas y carreras. Aprendí a buscar sus conchas abandonadas y cantarles pidiendo que salieran al sol. Caracol, col, col.


Son amigables y blandas. Desvalidas, impertérritas y blandas. Cargan consigo como con su casa y nos crean esa falsa imagen de mezquindad. Sus viajes son sus estancias, su hogar el recorrido. Su porvenir la próxima humedad. Supervivientes y endebles arrastran su sino junto a nuestros perímetros, al tiempo cerca y lejos de donde estamos. No vaya a ser que, como ocurre a menudo, acabemos aplastándolas sin haberlas visto. Dejando, únicamente, un brillante rastro de babas para el porvenir.