jueves, 13 de noviembre de 2008

Erizos

Mis primeras estampas de los erizos son de localizarlos en las paredes de las piscinas de Bajamar. Es un recuerdo de muy chico. Íbamos allí muy temprano en las mañanas de algunos domingos. Mi padre nos metía en un coche pequeño, medio prestado, que usaba y nos llevaba, a mis hermanos y a mí, a bañarnos. Salíamos desde Santa Cruz, subíamos por la autopista que entonces era de dos carriles, hasta La Laguna. Remontábamos las Canteras y bajábamos por Tejina hasta llegar a aquellas piscinas que nunca supe si naturales o a medio construir. Una odisea para unos críos.

Llegábamos y nos esperaban las rocas de basalto negro, los fondos verdes, de musgos y algas y las olas. Las olas de Bajamar siempre presentes. Creando el enérgico telón de fondo que nos disponía en un escenario donde las personas no éramos más que un juguete en manos de la naturaleza. Me acuerdo de señalar aquellos alemanes jubilados y valientes que se lanzaban, en medio de las desgreñadas crestas, al mar, afuera de las barandillas, que mi padre había marcado como frontera de lo permitido. Recuerdo de la maldición que sobre algunos de ellos caía, cada verano, con el precio de un ahogamiento.

Me acuerdo del frío del agua y las tiritonas al salir. Y el miedo a pisar un erizo. Entrábamos en el agua cuidando de no resbalar y al tiempo en descubrir las púas de algún erizo traicionero. Antes de poner un pie acechábamos el agua clara y temblona de la orilla. Ya nos había aleccionado del dolor que suponía la punta de una de sus agujas clavada en la piel. Y la tortura que suponía extraerlas. Nosotros no teníamos permiso para coger erizos. Siempre había alguien que lo hacía. Y allí íbamos, a mirar la danza elegante de sus púas y la impotencia de aquel ser que, antes de ser cazado era la amenaza y el peligro y que una vez en un charco o en una lata parecía la estampa de la impotencia.

Y ahora los hacemos culpables del agotamiento de la vida en nuestras costas. Esos bichos negros y de apariencia moribunda que mueven sus apéndices señalado aquí o allá. Nos cuentan los buzos que su sombra negra está por todas partes, apenas te sumerges. Y ya les coges manías y te preguntas por que no hacen algo, como coger unos rastrillos arrastrarlos a la costa y escacharlos o … venderlos, que siempre ahí alguien que se los come. Y te cuentan que los van a clavar al suelo, como a un cristo en semana santa, para matarlos y que no puedan sus conchas servir para otro que venga a criar más.

Y cuando acabemos con ellos … ¿qué haremos cuando acabemos con los erizos?

Ahora, en Bajamar, las piscinas están más bonitas que nunca. Nos gastamos un presupuesto del ayuntamiento para eso. Que da gusto verlas. Que no digo que no, pero ya no me parecen las de antes. Todo es más civilizado y hemos puesto en su sitio a la naturaleza. Que ahora es ella nuestro juguete y no al revés como antes. Y yo ya no soy un crío que llevaban a la aventura, ni un adolescentes que iba a pasear novia, y ahora no voy tanto por allí. Pero los erizos están por todas partes. Y no sé si es su culpa o de aquellos que decidieron domar la costa, a golpe de pesca y marisqueo sin control, o de los buzos, que ahora van con cámaras de fotos pero que mucho iban con sus fusiles y sus arpones, o la culpa es mía por hacerme viejo.

Así que a veces me siento un erizo. Yo soy la plaga. Soy el culpable. Me han dejado solo y se quejan que estoy por todas partes comiéndomelo todo, acabando con lo poquito que queda. Y estaré en los discursos de las autoridades, preocupadas por mi voracidad. Y me buscaran entre prismas de cemento, en los fondos del puerto de granadilla, ya sin cebádales, ya sin estrellas de mar, ya sin pesca, ya sólo yo sobre la nada que ellos mismos han creado.