Me levanto por la
mañana y me afeito, preparado para el turno más
apurado del año. Elijo. O huyo y me quedo remoloneando en la
cama o abro la puerta y salgo a la riña. Tomo
café de pie. Miro a la familia sentada. Beso a los
niños en la coronilla, mientras acaban sus desayunos. Casi
los bendigo sin querer. Cruzo de la puerta pafuera y desaparece ese
olor. Bajo las escaleras. Rutina de sacrificio para los
músculos. El ascensor aguardará mi vuelta. En la
calle la cruzo. Miro añorante mi hogar desde la acera de
enfrente y aguardo en la parada a la guagua que me llevará
al trabajo. |
Sé, como
cualquier nauta de una nave griega al que reclaman para un viaje
perpetuo y legendario, de mi destino. Pues con toda seguridad
acabaré naufragado bajo la maldición de alguna
diosa celosa y cruel sin posibilidad de retorno al hogar. Me levanto
antes del amanecer y tomo agua. Aguardo al sol junto al olivo comiendo
pan y queso. Cuando ya calienta tomo el atillo de mis enseres y mi
decisión fatal. El viento templado ya se cuela y recorre mi
casa sin permiso. Besaré a mi mujer y mis hijos y
echaré a andar por la vereda hacia el puerto. Por la vereda.
Sin mirar atrás y meditando si mi historia la
contarán los ciegos. |
Recuerdo cuando los
viajeros del espacio comenzaron a subir a estas naves para marchar para
siempre. Los cohetes, que en su día fueron nuevos y
brillantes, ahora, presentan llenos de abrasiones, quemaduras y
desconchones. En el hangar de pasajeros beso las manos de mis hijos
nerviosos bajo los sonidos metálicos y las voces llenas de
ruidos que derraman altavoces viejos y medio caídos. Las
dolencias del espacio me esperan y no volveré. Ya no
seré el mismo que ahora parte. Pero quizás
aquí retornen las abejas algún día,
para cuando no volvamos los que marchamos. |